Alcaldesa violada y follada durante una huelga, Juan(enartar10@gmail.com)


 Después de mucha insistencia por parte de mi marido, diputado en Madrid, me afilié al Partido, sin intención de ocupar ningún cargo, solo con la idea de colaborar. Yo seguía trabajando en un despacho de abogados de la capital de una provincia andaluza, a 20 minutos del pueblo. Con el tiempo, mi conocimiento de temas urbanísticos hizo que me incluyeran en una comisión de la diputación y posteriormente, me pidieron que me presentara a la alcaldía y salí elegida, por lo que me convertí en alcaldesa de mi pueblo, de unos 15,000 habitantes.

Mi marido era un veterano del partido, diputado a Cortes, que pasaba la semana laboral en Madrid y muchos fines de semana, coincidía con alguna actividad del ayuntamiento mía o suya del partido, y entonces esa semana, apenas nos veíamos. Cuando no tenía ningún acto, lo pasaba durmiendo hasta mediodía y luego la tarde tumbado en el sofá del salón, sin importarle si yo llevaba una semana de tensión y necesitaba salir y sentirme querida. 

Para qué decir, que el tema principal de nuestras conversaciones era la política. Echaba de menos un «¿Cómo estás cariño?, ¿cómo ha ido la semana?»  Y, ¡porque no!, que me echara un polvo al menos un día a la semana.

Para mí, inocente, la política solo era una forma de ayudar a los demás pero según fui conociendo muchos asuntos, la podredumbre de la política en la que incluía a mi marido, fue haciendo que mi vida personal comenzara a resquebrajarse.

Hablando con algún compañero del partido, opinaban que conocían muchos casos en los que un diputado de provincias se le subía el cargo en Madrid, y acababa en el divorcio.

Como además yo pertenecía a la generación  de las amas de casa clásicas, tenía que repasar lo que la asistenta que iba tres días a la semana no resolvía.

Una de las pocas satisfacciones que me permitía era ir tres días por semana al gimnasio, un hábito que había adquirido cuando cumplí los cincuenta, una manera de poder mantener la energía que requería mi estilo de vida y por qué no, para mantener mi cuerpo. Julia, la monitora, establecía una tabla que procuraba hacer en casa por las mañanas y cuando me cogía ella por banda, me machacaba la musculación, de pecho y culo, para que no se me cayera ni uno ni otro. En la cinta de correr trabajaba mis delgadas piernas como hacía antes de ser alcaldesa saliendo por los alrededores del pueblo un par de días a la semana.

Estaba en sesenta kilos, que para mi uno sesenta y ocho, me permitía seguir usando la talla treinta y ocho.

—¡Qué cambio has dado! —comentó Julia cuando hicimos un alto—. Y dejarte el pelo más largo te hace parecer más joven.

—Me siento mejor. Hasta me ha despertado el apetito sexual —reí al decirlo, con la confianza que teníamos.

Julia no pasaría de 30 años, era un poco tosca como la mayoría de la gente de la zona, pero muy buena persona.

—Al muscular aumentas tus niveles de testosterona que es precursora, entre otras funciones, del apetito sexual.

—Pues tendrás que facilitarme como darle salida porque con Julián no consigo nada.

—Deberías mandármelo.

—¡Contigo si se estimularía!

—¡No, tonta! Para que lo active físicamente como a ti. De todas formas no es culpa tuya, conozco el caso por lo que me cuentan otras clientas del gim. Los hombres a determinada edad se apagan.

Mal de muchos... no me consolaba. Lo único que lo estimulaba a él era la política.

—El mío no se estimularía ni con un petardo en el culo.

—También cabe la otra opción.

—Puedo presentarte a algún chico que viene activado de serie.

—Conozco a todos los tíos del pueblo y ninguno merece la pena.

—Será porque solo te fijas en los de tu edad...—dijo guiñándome el ojo.

—Anda, anda, no sigas. Yo ya no estoy para eso —le dije siguiendo mi forma de pensar clásica.

Esa semana Julián tenía que hablar en el Congreso en la Comisión de Agricultura de la que formaba parte y que era esperada por asociaciones del campo que llevaban semanas amenazando con rebelarse. Julián tenía fama de buen orador tanto en el congreso como en los mítines. En la provincia todos contaban con que se pondría del lado de los agricultores, ya que la mayoría de los votantes del partido en la provincia lo eran.

A mitad de semana estalló la anunciada revolución de los agricultores que en dos días de desencuentros con la policía, terminó siendo salvaje. En el pueblo los tractores habían bloqueado las entradas y salidas y se estaban produciendo escenas violentas con verduras y frutas tiradas sobre las calles dado que les costaba más producirlas que comercializarlas.

El viernes regresó Julián y le pedí que nos apoyara a los compañeros del partido que en la provincia estábamos pasándolo tan mal. El mensaje oficial del partido era que la huelga no tenía ningún sentido, pretendía atraerse a  aquellos que lo estaban pasando económicamente mal sin darse cuenta  que esta maniobra estaba siendo utilizada políticamente por grupos antisistema y podía tener consecuencias imprevisibles.

Después de pasar por la sede del partido para transmitir instrucciones desde Madrid en las que se pedía que atacáramos a las asociaciones que siempre habían estado de nuestro lado, vino al pueblo a apoyarme en mis enfrentamientos con los huelguistas.

Nos dirigimos juntos al ayuntamiento donde según nos acercábamos aumentaba  la algarabía de la masa y contemplamos una cuantiosa multitud que rodeaba el edificio consistorial con pancartas, megáfonos y lemas en contra del gobierno y del partido como soporte del mismo. Nos cruzábamos  con vecinos y amigos que habían decidido acudir a la plaza, muchos de ellos gritando a favor de los exaltados agricultores e incluso alguno increpándonos a nosotros. Me prometí replantearme mi participación en política ante la incomprensión que  encontraba entre vecinos con los que me relacionaba a diario, que hasta ese día me sentía querida por ellos y de los que ahora recibía insultos. ¿Cómo era posible que hoy la insultara alguien a quien ayer saludada cordialmente y quien, seguramente, mañana le hablaría como si nada hubiera pasado?

Julián, mucho más bregado en estas situaciones, trataba de restar importancia.

Unos chicos líderes del movimiento de huelga, organizados en piquetes llamados malamente informativos, con violencia para tratar que la gente no actuara libremente, comenzaron a romper algunos escaparates. Había visto a los piquetes en acción en el pasado a favor de las demandas del partido y la verdad es que se mostraban bastante contundentes en sus formas e imponían respeto.

Nos intimidaron físicamente al punto de empujarnos y unos guardias municipales en cuanto nos vieron, acudieron a protegernos y enfrentarse a ellos, verbalmente al inicio y cuerpo a cuerpo al final.

Por suerte, los policías municipales habían habilitado una especie de pasillo cercado con vallas para que se pudiera pasar al consistorio. 

Una vez a salvo, asumí una posición de liderazgo para tratar de calmar los ánimos. Mientras yo salía a un pequeño escenario de madera habilita para hablar, mi marido y otros políticos y concejales que se habían ubicado detrás del tablado, amenazados por un grupo con pasamontañas, abandonaron el lugar y alguno de ellos hasta el pueblo que estaba a punto de ser cercado por la policía nacional y fuerzas antidisturbios.

Subí al escenario nerviosa, al verme casi sola, y tan poco acostumbrada a escenas de violencia. Tardé unos minutos en encontrar mi tono de voz y entonces, la adrenalina que la sensación de pánico me había generado me impulsó a venirme arriba y elevar la voz frente a la barbarie. Yo era una mujer valiente, íntegra y no me iban a acobardar unas simples amenazas.

—Primero de todo quiero agradeceros el esfuerzo que hacéis para mantener la calma —grité a la vez que veía a mi marido alejarse con el resto de compañeros escoltados por la policía—. Reconozco vuestro derecho legítimo a hacer esta huelga, pero, y esto va dirigido sobre todo a los piquetes, también hay que respetar las decisiones de los demás y entender que el derecho no es una obligación. Y que cada vecino del pueblo debería poder ejercer sus derechos con total libertad.

Las caras desencajadas, llenas de rabia de los líderes presentes de la manifestación, alguno de los cuales se escondía tras pasamontañas negros, me provocaron una actitud lucha, a la vez que una sensación de vacío imposible de llenar.

Me sorprendió la imponente figura de Paquito, el hijo de un agricultor amigo, gritando desde lo alto de una camioneta, megáfono en mano. Qué ingrato, había olvidado que ella le consiguió el empleo para que hiciera peonadas y a quién siempre había tenido por un joven educado y atento. Había empezado ingeniería agronóma en Córdoba, pero lo dejó tras dos años de carrera cuando la vida le dio un golpe de realidad con el fallecimiento de su padre. Desde entonces, cultivaba cítricos y hortalizas en un campo que pertenecía a su familia.

—¡Este no es momento de discursos vacíos! ¡Como alcaldesa tienes que decidir de qué lado estás, con tu pueblo o con tu partido!

Iba vestido con un pantalón vaquero raído, que le marcaba un espléndido culo, unos cuádriceps de bestia que la manga corta de una camiseta sucia  no eran capaces de cubrir  y unas botas de campo de media caña.

—¡Yo soy la alcaldesa de todos! De ti, de tus compañeros y también de los que no piensan como vosotros. Solo pretendo que luchéis por vuestras reivindicaciones sin violencia.

Le dolía la actitud de Paquito, con quién creía mantener  cierta complicidad y amistad. Y allí estaba, sobre esa camioneta, amenazándola con la misma cara de odio que la del resto de agricultores que lo secundaban, increpándola cuando ella solo trataba de calmar a la masa desde el balcón del ayuntamiento

Al lado de Paquito, se encontraba Perico, un terrateniente cercano a los 60 años,  propietario de varias fincas que tenía fama de pendenciero y explotador, al que ella desde su puesto le había denegado un permiso para urbanizar una finca y que ahora parecía un defensor de los débiles. Era un viejo verde que incluso le había hecho proposiciones deshonestas lo que le provocó un asco y rabia desorbitada, sobre todo cuando se cruzaban y su sucia mirada parecía desnudarla

Las palabras de Paquito habían subido la moral de los agricultores que se veían con más ánimo de hacer frente a la policía y apretaban contra el cerco, acercándose peligrosamente al ayuntamiento.

De repente la policía nacional comenzó a cargar contra la gente y se produjo un caos de carreras, gritos, cañones de agua y tiros al aire. El gobierno estaba decidido a cortar de raíz cualquier manifestación que supusiera un  menoscabo de autoridad cuando su comportamiento era tan diferente en la Oposición.

En ese  momento me  percaté de lo imprudente que había sido al comprobar que la virulencia de los asaltos aumentaba. Anselmo, uno de los policías de confianza trató de sacarme de allí.

—Venga doña Concha, esto es muy peligroso.

Salí a la calle por una puerta lateral que daba a un callejón, parapetada detrás del obeso policía, esperando un momento de calma para cruzar la plaza y llegar a mi domicilio.

De repente, a través de la plaza, aparecieron tres manifestantes con pasamontañas, dando a entender que no querían ser reconocidos por los actos que estaban decididos a cometer.

—¿Dónde creéis que vais? —dijo una extraña voz distorsionada por la tela del pasamontañas que ocultaba el rostro.

Anselmo lo ignoró.

 —¿Te he preguntado que a dónde te crees que vas? —alzó la voz, pero siguió sin recibir contestación ni de Anselmo ni de mí que lo habíamos rebasado un par de metros y nos alejábamos del encapuchado al que acompañaban los otros dos chicos.

Sin esperarlo, sentí el tirón del brazo que me paró en seco y me obligó a girarme, quedando mi asustada mirada en frente de la del encapuchado del que solo se veían los ojos.

—Ya no eres tan valiente como en la tribuna… —soltó con sorna, incitándome.

—Déjala...—reaccionó Anselmo recibiendo un golpe que lo dejó tumbado.

—Estás muy equivocada si crees que te vas a escapar… —exclamó con rabia, alzando la mirada por encima de Concha—. Eres el símbolo de los explotadores.

—¿Y cómo cojones crees que me lo vas a impedir? —me enfrenté a él, sacando valor de no sabía dónde.

Inicialmente conseguí detener al cabecilla pero cuando reaccionó, me cogió del brazo y tiró de mí.

—Por las buenas o por las malas.

¿Quién coño se creía esos putos tíos para ponerme la mano encima? Por un instante quise rebelarme, pero sabía que lo más inteligente era tranquilizarme y controlar la situación, sin mostrarle miedo.

—Si me vuelves a poner una mano encima, te juro que te arrepentirás…

El hombre parecía dubitativo. Había provocado justo lo contrario de lo que pretendía. Me mostré segura de sí misma, y él temía que realmente pudiera joderlo.

—No te haré nada si haces caso —dijo inseguro, pero sin soltarme el brazo.

—¿Me estás amenazando? —le desafié.

Mi actitud le estaba poniendo nervioso. No le dejé reaccionar, di un tirón y me giré para salir de ese callejón. Sin embargo, su brazo no me dejó marchar y empecé a forcejear para liberarme. Su mano aumentó la presión para evitar que me soltara y empecé a sentir dolor.

—Me haces daño… —me quejé ante su impasibilidad y cansada de la situación, golpeé con la mano libre el hombro del agresor para que me soltara. Éste, nervioso ante la situación que se le había descontrolado, en un acto reflejo, me golpeó.

Cuando perdí el equilibrio, me aferré al pasamontañas quedándome con él en la mano a la vez que me golpeaba contra la pared en mi caída. Los otros dos chicos asustados del cariz que tomaba todo, retrocedieron.

Yo quedé semi inconsciente, con el oído pitándome y un hilo de sangre que resbalaba por la comisura de mis labios. Me asusté por primera vez al ver el rostro asalvajado del chico que no era del pueblo. Con las piernas temblando, apoyada en la pared para sostenerme, asumí que ya no tenía escapatoria.

—Está bien —dije con voz temblorosa—, ¿qué… qué quieres…?

La rabia de haberse sentido humillado al  recibir aquel maldito golpe y la imprevisión de haber visto descubierto su rostro, lo había alterado. Mi posición  sumisa, rendida, le dio alas.

—¡Te dije que me hicieras caso! Esto no tendría que haber pasado —dijo pasando el pulgar por mis labios, recogiendo la poca sangre que salía.

Estaba pensando que sería lo siguiente que se atrevería a hacer después  de golpearme.

—Por favor, déjame ir, no volveré a participar en ningún mitin de la huelga, me refugiaré en mi casa  —supliqué temiendo lo peor.

El agresor no dejaba de cavilar pensando la mejor opción. Había llegado mucho más lejos de lo que pensaba, seguramente no quería golpearme. Pero le había visto la cara.

—No puedo dejarte ir. Si lo hago, podrías denunciarnos y reclamar más efectivos de policía.

Me sentía al borde de la desesperación. La puerta del ayuntamiento por la que habíamos salido estaba tan cerca... Totalmente asustada, con el corazón a a mil por hora, pegué un tirón para soltarme de la mano que me retenía y eché a correr.  

Ninguno de los tres chicos se esperaba esa maniobra. Cuando me vio corriendo hacia la puerta se lanzó a la desesperada con los pies por delante intentando zancadillearme y con la punta del pie consiguió tocar ligeramente mi talón, lo suficiente para desequilibrarme y hacerme caer. Los escasos segundos que transcurrieron mientras caía, y me daba de bruces contra el suelo, se hicieron eternos.

Él se levantó antes de que yo pudiera reaccionar, con la cara desencajada de rabia. Me sujetó el pelo, tirando de mí hacia arriba. En ese momento, mi mundo se vino abajo.

—¡Hija de puta… te vas a enterar! —. De un tirón, me arrastró hasta un lugar detrás de los contenedores de basura.

—No, no lo hagas, por favor… — supliqué al sentirme arrastrada por el pelo.

Comprobé que se había quedado solo, los otros dos acompañantes ya no estaban. Me obligó a tumbarme sobre unos cartones. Las lágrimas se deslizaban por mi rostro ante la impotencia. A medida que sus manos se entremetían entre mis piernas,  mi pánico crecía.

Cuando se bajó el pantalón y asomó su polla saliendo de su escondite, abrí despacio mis ojos humedecidos y me topé con aquel pollón que debía medir más de 15 centímetros.

Yo me negaba a abrir la boca, imaginando sus intenciones. Restregó su miembro por mis labios cerrados, mientras yo con mis gestos le suplicaba buscando su compasión.

No sabía si debía rendirme o gritar arriesgándome a un nuevo golpe. ¿Debería relajarme y disfrutar de un polvo que mi marido no me echaba desde hacía ni se sabe? Pero era todo tan sucio: el desangelado callejón, el indeseable joven, la violencia…. Si al menos hubiera elegido un escenario agradable.

A continuación, el joven introdujo su mano por mis pantalones. Aunque mi primera reacción fue apretar las piernas, me asusté al ver que alzaba la mano y las abrí. Me daba menos asco que me tocara que chupársela.

—Sólo tenía que enseñarte la polla para que te abrieras de patas, ¡zorra!

Cuando sus dedos alcanzaron mi sexo sentí un cierto cosquilleo de placer que me sorprendió. Sin llegar a descifrar esa sensación, inmediatamente el joven apretó mis mejillas para que abriera la boca. Sin poder evitarlo, totalmente rendida, al abrirla, el joven apartó su miembro dejándome como una tonta y riéndose descaradamente.

Volvió a acercar la polla mientras lo miraba avergonzada, repitiendo la acción. Cuando abrí la boca, él volvió a retirarla, alzando la polla que sujetaba con su mano.

Al tercer intento, el hombre bajó poco a poco la polla. No podía soportar que se riera de mí. Mientras le esperaba con la boca abierta, antes de que pudiera reaccionar, se la cogí con las dos manos y me la metí en la boca.

—¡Te juro que como me la muerdas, te mato! —me amenazó conocedor del genio que le había demostrado hasta entonces.

Pero mi intención no era esa, al menos de momento. Desde que le vi su polla pensé que sería excitante chupársela y ahora tenía la excusa de hacerlo, obligada por las circunstancias.

A medida que se la lamía, el joven se iba relajando y a la vez, iba reduciendo la fuerza de sujeción del pelo hasta que, con cierta prudencia, lo soltó del todo. A pesar de la libertad de la que gozaba, seguí lamiendo la polla sin necesidad de ser obligada.

Cuando se percató de que yo seguía chupándole la polla, sin coacciones y entre suspiros de satisfacción, se sintió triunfante.

—¿Ves puta? Al final te gusta….

El hijo de puta no era capaz de hacer nada bien. Necesitaba insultarme. Al oír esa palabra, salí de mi sumisión, lo miré desafiante con una mezcla de odio y asco.

—¡Eres un cabrón! —le insulté.

De repente, vi a Paquito que se acercaba con los dos chicos que acompañaban al joven violento. No sabía desde cuando habría estado viendo la escena. Me quería morir consciente de que no fui totalmente obligada a comerle la polla.

—Suéltala y sal corriendo si no quieres que te hinche a ostias.

El joven dudó. Recordaba mi amenaza de de joderle la vida, y aunque era cierto que yo  había consentido parcialmente, tampoco creía que todo lo ocurrido no tuviera consecuencias si lo denunciaba.

—Tiene que jurar que no denunciará nada.

—¡Vete! O seré yo quien te denunciaré después de molerte a palos.

—Como se te ocurra decir una sola palabra de lo que ha ocurrido te encontraré —Se dirigió a mí, cobarde de enfrentarse a Paquito mucho más robusto que él.

Yo no sabía si me alegraba o hubiera deseado que terminara de follarme. Avergonzada reconocía que me había excitado sentirse mal tratada.

—¿Cuánto tiempo llevabas ahí? —le pregunté insegura.

—Uno de los que le acompañaban, vino a buscarme. Estaban asustados. Vámonos de aquí. El pueblo está levantado.

Me ayudó a incorporarme y mientras recomponía mis ropas, traté de contarle lo sucedido que narraba deslavazadamente, improvisando sobre la marcha. Me generó mucha calma, sentir su trato tan cariñoso y reconocer que se había arriesgado enfrentándose a uno de los elementos salvajes de la huelga.

Al salir del callejón, me colocó el pasamontañas para evitar que me reconocieran los exaltados. Apoyada en su hombro, conseguimos atravesar un par de barreras.

Me llevó a su casa, una sencilla casa de pueblo que había heredado de sus padres, más cercana que la mía que se encontraba en las afueras del pueblo.

—Aquí estarás a salvo.

El piso no ofrecía muchas comodidades pero se le veía limpio y ordenado. Imaginó que habría una novia que le ordenara la casa.

—Te agradezco que te hayas arriesgado por mí.

—Quiero mejorar nuestros derechos, pero no a costa de la violencia ni de.... ser unos salvajes. Debes disculpar a esa bestia, se le ha escapado la situación de las manos.

—¿De donde son ese grupo?

—En la mayoría de los casos son hijos de emigrantes que trabajan el campo y buscan ganarse el respeto de esa forma.

—Yo también busco ganarme el respeto de ser considerada una mujer que lucha por sus ideas.

Recordaba a Paquito siendo un jovencito de 18 años. Ahora por su envergadura y la barbita, aparentaban más edad. Me di cuenta de inmediato de que ya no era un jovencito, sino todo un hombre. Un hombre que me miraba a los ojos cuando hablaba, me escuchaba y se interesaba por lo que hacía.

—Pero condicionas a la gente impidiendo que se levante.

—¿Es mejor encender las emociones de la masa?

—¡Yo lucho por mejorar la vida de los agricultores! —replicó.

—¡Y yo por mejorar la de TODOS los habitantes del pueblo!, no solo unos pocos.

—Sé que, a diferencia de tu marido, actúas noblemente pero el resultado es el mismo. En el partido mandan los que son como él.

—¿Qué tienes contra él? —pregunté intrigada.

—Don Julián es un corrupto. Cobra de la distribuidora que comercializa nuestros productos pagándonos una miseria.

—¡Eso no es cierto! —respondía desconocedora de algunos líos de Julián.

—Y sigue las directrices de la Ejecutiva del partido que van en contra de su región.

—Pero eso...

—¡Y se folla a una diputada por Madrid que ha hecho un títere de él!

—¡No te consiento...!

—Eso, a mí no me consientes pero a él le consientes todo. No te llega a la altura de los zapatos...

Eso explicaba sus recientes ausencias en fines de semana por actos del partido, su escaso interés sexual cuando llegaba y sus recientes regalos que achacaba a premios del partido: un reloj de oro, un iphone, cambio de coche porque era Km0 y fue baratísimo....

—Te juro que no sabía nada...

—Te creo. En el pueblo todos sabemos que eres honesta...

—Gracias—me quedé pensando—. Al menos le he puesto los cuernos...—dije con poca gracia liberando la tensión de haber consentido con el joven violento.

—Él te tiene abandonada —exclamó.

Al ver mi expresión de  sorpresa, continuó.

— Julia me lo ha contado...

—¡Pero eso es confidencial!

—Cuando se acaba de echar un polvo y estás acostado en una cama, los secretos fluyen entre los amantes.

—¿Te estás follando a Julia? Si es mucho mayor que tú...

—¡Mucho mayor!....Solo diez años. Me gustan mayores.

—Joder Paquito....

Al menos, argumentaba sus ideas. ¿Por qué no podía mantener una conversación así con Julián? ¿Nos habíamos desenamorado y por eso tenía una amante? ¿O por culpa de la amante nos habíamos alejado?

—¿Crees en el amor?—le pregunté. 

—El amor es algo que no he conocido aún. Creo en el sexo.

No estaba acostumbrada a ese tipo de conversación, pero me interesaba.

—Podría denunciarte por lenguaje sexual —Mi tono le dio a entender que lo había tomado como broma.

— Y yo denunciarte a ti por alterar mi sistema hormonal.

No sabía si quedaban restos de adrenalina en mi organismo pero me sentía muy bien.

—El lenguaje es un buen activador.

Sentí una descarga en mi cuerpo al sentirme traspasada por su mirada. Al escuchar mi comentario comenzó a cambiar su lenguaje y con habilidad, entre risas y halagos fue generando un clima de complicidad.

—No me consideres superficial, pero no es necesario estar enamorado para mostrarse romántico, cariñoso, atento...

Yo seguí su juego y continué.

—Apasionado, sensual...

—Sexual —replicó.

—¡Salvaje! —grité.

Nos reímos de la espontaneidad de nuestras expresiones.

—Me gustas alcaldesa y me encanta cuando te excitas.

—¡Paquito! Podría ser tu madre...

No sé si podría considerarse un equilibrio que si yo le sacaba casi 30 años él me sacara 20 centímetros de altura.

—No lo eres, eres una maravillosa mujer casada con un gilipoyas ladrón y que encima no es capaz de follarte como Dios manda.

—¡No te consiento...! Te has pasado....

—¿Que vas a hacer? ¿Enfrentarte a mi como al hijo puta del callejón?

—¡Estaba aterrada! Me había pegado...

—Puede que empezara así, pero al final consentías.

Me vi descubierta. Tenía razón. Me derrumbé, invadida de un sentimiento de culpa, tapé la cara con las manos y comencé a gimotear.

—Perdona Concha, soy muy bruto. Tú no tienes la culpa. La huelga me está desquiciando —se disculpó cariñoso, tratando de consolarme.

—Tienes razón, estaba ciega. No he querido ver muchas cosas.

—El amor nos ciega... —parecía no estar seguro de lo que iba a decir—. Sé que estás casada, pero ¿estás enamorada?

—La pregunta del millón. Hasta hace poco ni me lo planteaba, ahora me lo cuestiono.

—Has demostrado valor ante la masa ¿Te da miedo enfrentarte a tu marido cara a cara y averiguarlo?

—Cada vez que intento esa conversación, la rehúye. Hay cosas que no se pueden cambiar.

—Perdona mi atrevimiento, antes me pareció que visualizabas lo que decías: Sensualidad, salvaje... ¿Cuánto hace que no vives algo así?

Me sentía acorralada. No quería negarme a contestar pero no podía confesarle que me sentía alterada. Entre el joven del callejón y él, me sentía excitada como nunca.

—En el callejón... Mi cuerpo se sintió excitado al ver la desnudez de ese chico joven, perdí el control...

Veía en el brillo de sus ojos que si le daba pie, no se detendría. Hacía tanto que no mantenía una conversación así. Pero no podía mostrase más respetuoso.

Me acarició cariñosamente. Besó mis lágrimas que caían por mis mejillas.

—No me des ideas...—sonrió.

—Eres mucho más atractivo que ese cerdo. Y más buena persona.

—A veces hay que ser malo si se quiere conseguir algo...

Resurgió la excitación que aún no había desaparecido. Paquito era un atractivo joven musculoso, algo tosco, pero buen chico. Y parecía que no le era indiferente porque su miembro quería abrirse paso a través del pantalón.

—¿Qué quieres conseguir ?

—A... ti.

Le abrí la boca para que se sirviera y repitiera si se quedaba con hambre. Eso era besar, me comió la boca con la furia del huelguista que lucha por lo que considera suyo.

—Si tanto lo quieres, ¿Por qué no lo tomas por asalto? —lo desafié a que me tomara en ese saloncito que no era de lujo pero era limpio a diferencia del callejón.

No tuvo que obligarme a que le bajara el pantalón y ayudar a su joven polla a salir de su escondite, actuaba por mi puta voluntad.

Me quedé impresionada del monstruo que tenía delante. A medida que le acariciaba con mis manos crecía de tamaño, se erguía tiesa, suspendida en el aire, a punto de estallar.

No reprimí el placer de probar el sabor de semejante pollón. La agarré con ambas manos, contemplándola durante unos segundos, hasta que un leve empujón de su mano sobre mi cabeza, me lanzó directamente a la gloria de comerme una polla de la que podría alimentarme una semana sin pasar hambre. La sensación de hacerlo con total libertad, hizo que disfrutara de ese momento como no había hecho en el callejón. Hasta ayer, solo me había comido la de mi marido, con un espíritu más de activación de él, que de disfrute mío y en un día ya había repetido polla. ¡Qué rica estaba ese sabor a juventud y a campo!

El primer chorro me sorprendió lamiendo su polla por el exterior lo que me obligó a metérmela en la boca para seguir recibiendo el resto en el interior de la boca. Apreté sus huevos, para exprimir todo lo que quedara en su depósito, aunque los siguientes chorros perdieron intensidad. Cuando terminó de correrse, escupí todo el semen que había retenido en la boca.

—¿Te ha gustado? —le pregunté insegura de haberlo hecho bien.

Afirmó con su cabeza, incapaz de contestar. Le miré entregado, rendido, satisfecho y agarré su flácida polla manchada con el líquido blanquecino y relamí cada centímetro de ella hasta dejarla reluciente.

—Eres muy buena alcaldesa.

En ese momento no era la alcaldesa sino una hembra en celo que se había comido dos pollas pero no había sido empotrada y no me iba a conformar con mamar pollas, necesitaba que me follara.

Mientras él se desnudaba, yo me desnudé ante él mostrando mis tetas, menudas pero firmes, de las que me sentía muy orgullosa. Le ofrecí mi pelvis para que él deslizara mi tanga y se encontró mi coñito depilado vibrando ante esa oportunidad. Cuando cayó al suelo, bajé su slip y me lancé al ataque. Parecía que mi cuerpo se transformaba, poseída por algún espíritu demoníaco que me hacía comportarme de esa manera. Paquito no se podía creer lo que estaba pasando.

—Te había desnudado millones de veces con la mirada, pero jamás había imaginado que estuvieras tan buena.

Gracias a la chica del gimnasio que también se follaba a Paquito, tenía el vientre plano y había reducido la celulitis que apenas se notaban en los muslos de mis delgadas y bonitas piernas.

Pero no podía ser tan bonito. Mi teléfono que había dejado en silencio acumulaba más de 10 llamadas de Julián y muchas otras de Anselmo el policía y muchas más.

Había pasado solo una hora desde que dejé el ayuntamiento y parecía que había vivido un día. En ese momento pensé que se había acabado, que me quedaba sin follar.

—¡Concha! Me tenías preocupado —escuchó a Julián—. ¿Qué te ha pasado?¿Estás bien?

—Hola, sí, estoy bien. Ha habido una carga de asaltantes al ayuntamiento pero estoy a salvo. En un rato iré por casa.

¿Qué pasaba por mi cabeza? Yo venía de una travesía en el desierto porque ese Julian que parecía tan preocupado por mí, no tenía ganas de nada en común ni mucho menos sexo.

Frente a mí, Paquito que estaba para no perdérselo y se mostraba pendiente de la conversación. ¿Pensaría él lo mismo que yo? ¿Era mi posición de poder o le atraía realmente? Seguro que tendría chicas de su edad cuando quisiera.

No tendría otra oportunidad de averiguar cómo sería sentirse follada por una polla como la Paquito. Cuando notó la boca de Paquito recorrer su espalda desnuda, no lo dudó.

—¿Quieres que te recoja? —insistió Julián—. ¿Con quién estás?

—No hace falta, tengo una reunión con unos agricultores. No te preocupes.

Nos quedamos mirando al colgar el teléfono. Había escuchado la conversación.

—¿Te parece mal lo que he hecho?—pregunté insegura.

—¡Estoy loco por follarte!—dijo sonriendo.

¿Qué me había pasado? Siempre miré como niños a los hombres de menos de cincuenta años y Paquito tenía poco más de 20. ¡Joder que cuerpo tenía!

—Es una locura...—respondí sin esperar respuesta, solo un pensamiento en voz alta.

—Lo sé. Pero tienes hambre de polla.

Aprovechó para acariciarme los pechos que bailaban de alegría delante de sus ojos. Sin dejar de besarme por el cuello, sus manos buscaban mi entre pierna por la que introdujo dos dedos, mariposeó un poco alrededor de mi clítoris y penetró rápido y directo, disparando un proceso orgásmico, que contuve para evitar que saliera de mi garganta la prueba de mi derrota, porque con lo gritona que soy no hubiera podido disimular el estallido de placer.

— ¿No te habrás corrido? —preguntó sorprendido.

— ¡No! —respondí ocultándole el desenlace para que no pensara que podía conseguirlo tan rápido.

Volvió a darme otro beso que esta vez le devolví abriendo mi boca, disfrutándolo, sintiendo las caricias de sus manos por todo mi cuerpo que se veía recorrido por una descarga de corriente de arriba a abajo. No estaba dispuesta a correrme de nuevo sin probar su pedazo de polla.

Ya no luchaba por decidirme entre lo que debía y lo que deseaba hacer. La única duda que quedaba era saber si un cuerpo de cincuenta iba a ser del agrado de un chico como él.

Me llevó al dormitorio y me subí sobre él sin dejarle pensárselo. Ya me había comido su polla, no necesitaba más preliminares. Estaba en celo y no le podía esperar para dejarme sin follar. ¡Hacía tanto tiempo que no me sentía tan mujer!

Para él sería un polvo más pero para mí era la primera vez que me follaba a un tío como ese. En realidad era la primera vez que me follaba a alguien que no fuera mi Julián. Tumbado sobre su espalda, tenía mi coño a la vista...

Situó su cabeza entre mis piernas  y comenzó a comerme el coñito, aunque más que comérmelo, era devorarlo. Su enorme lengua arrasaba mi vagina como si fuera el caballo de Atila. Allí por donde pasaba ninguna otra boca podría provocarme lo mismo. Su enorme lengua tardó poco tiempo en recibir el regalo de mi líquido saludándolo, en señal de agradecimiento.

—Mmm... Estás al punto.

—¿De verdad tenías ganas de follarme?

—Desde que fui la primera vez al ayuntamiento.

Me abrí del todo, ofreciéndole mi coño. Con sumo cuidado, me tomó por la cintura, bajándome hasta que mi coño y su polla se acoplaron

—Así, así, mete todo tu pollón dentro de mí.

Debía estar extrañado de mi comportamiento, pero la punta de ese enorme falo en mi coñito me hizo entrar en schock sexual.

—No imaginaba que fueras tan puta.

—Ni yo que podría disfrutar tanto.

Le ayudé a acomodar su polla dentro de mi coñito, moviendo mis caderas, para acogerla. Sentí un tirón cuando avanzó unos centímetros. Cerré los ojos y disfruté de la sensación de sentir su venosa polla y su glande rasgando las paredes internas de mi coño lubricado por el fluido vaginal. 

Comencé a cabalgar sobre ese caballo acostumbrado al arado y a tirar de los carros y le hice sacar un paso majestuoso.  ¡Qué placer sentir un miembro duro dentro!

Aceleré un poco más, nos pusimos al trote, era genial tenerla tan acoplada porque sabía que hiciera lo que hiciera, no se le saldría. Yo quería sentirme traspasada por su lanza, percibir el contacto de su miembro entrando y saliendo de mi coñito.

Quería ser capaz de retener en mi memoria las sensaciones que me creaba ese chico. No quería que se acabase de ningún modo. Pero por mucho que traté de contenerme, inevitablemente alcancé mi orgasmo y consideré superada mi experiencia de ser follada por un jovencito. Pero claro, el sexo es cosa de dos, y Paquito no se había corrido. Nos giramos, se subió sobre mí sonriente y, empujando con sus piernas las mías hacia afuera, apuntó, situó… y avanzó.

Si estando arriba había conseguido controlar cuanto entraba, estando debajo de él me tuvo a su merced. Viendo que mi vagina ya había dilatado lo que necesitaba, me animé a empujar hacia él, lo que debió ser la señal que esperaba para aumentar el ritmo de galopar. No había abandonado del todo el estado de climax y mientras él empujaba con fuerza, yo me abría y me abría, y él empujaba y empujaba haciendo desaparecer en mis entrañas  quince centímetros de polla. Consiguió elevarme de nuevo al pico del placer, donde ya no podía dejar de gritar.  ¡Ostias, no era normal disfrutar tanto! ¡Qué rico!

No había repetido orgasmo en años y aún no era la hora de comer y ya había visto llegar el tercero.

Teníamos que descansar, me sentía agotada. Nos quedamos adormilados, reponiendo fuerzas. En esa duerme vela, sentí unas manos acariciarme la entrepierna. Profundamente dormida, decidí que si era un sueño, lo disfrutaría. Desplacé una mano hacia la dirección de donde provenían las caricias y noté que no era un sueño. Allí estaba tendido desnudo a mi lado. Busqué a ciegas su cintura y bajé mi mano, encontrándome con su polla erguida, apuntando al techo.

La acaricié visualizando que con esa firmeza, podría entrar en mi vagina y follarme de nuevo.  Cansada para cabalgarlo, tiré de él hacia mí, abrí mis piernas y le rogué.

—Fóllame de nuevo...

Se puso en marcha con suavidad y con un balanceo tranquilo pero constante. Sentí el roce de su glande perforar las paredes de mi vagina a su paso como si usara un machete en la selva. Me abracé a sus huevos, masajeándolo para que entrara mejor. No sé cuánto tiempo estuve en ese estado limbótico. Al oír sus gemidos, aceleré con todo mi cuerpo tratando de que acabar a la vez que él, y aunque me ganó por poco, es cierto que su líquido inundándome, consiguió que disfrutara de un nuevo orgasmo. ¿Cuántos llevaba ya? aunque había perdido la cuenta, llevaba más orgasmos ese día que en todo el año con mi marido. Debería asignarle un trabajo de asistente personal, ¡y exclusivo! de la alcaldesa.

Cuando Paquito terminó, como pude me levanté y fui a lavarme. Mi mente estaba ida, mi cuerpo a flote, mi coño inundado. Me sentía tan completa que no quería marcharme.

—¿Y si fingimos un secuestro? Me gustaría ver lo que mi marido estaría dispuesto a pagar por mí.

Mi metamorfosis era total. Jamás había fantaseado con estar en la cama con tíos veinteañero pero no podía haber nada más excitante.  

—¡Estás loca! Te cargarías la huelga... pero sería maravilloso.

—Tienes razón, es una locura.

Quizás supuso que se había acabado pero aún no... Llamé a Julián.

—Sí, estoy bien —respondí ante su nerviosismo.

—¿Cuando vienes? Anselmo está preocupado.

—Pues no sé. Mañana, pasado...No te preocupes por mí, vuelve con tu diputada de Madrid, atiéndela a ella.

No llegué a escuchar su respuesta. Antes de apagar el móvil, llamé a Anselmo y lo tranquilicé.

Contemplé a Paquito tendido en la cama iluminado por el haz de luz que salía del baño. Su polla era un espectáculo, parecía la torre Eiffel, alta y firme en su base. ¿Como podía entrar dentro de mí?

—Tienes invitada a dormir...—le confirmé.

Su sonrisa precedió a su abrazo. Nos besamos con un cariño que no había demostrado hasta entonces.

—Te entrego el bastón de mando —me dijo poniendo su polla en mis manos, parodiando el bastón que simboliza mi puesto de alcaldesa y que uso en los actos oficiales.

—Tomo posesión del bastón —confirmé metiéndolo en mi dilatado coñito—. Por la autoridad que este nombramiento me confiere, te declaro con la obligación de echarme tres polvos más....

—¿Solo tres?

—Tres antes de dormir.... Después pondremos el contador a 0.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Desvirgada por mi padre Ruben

EL CUMPLEAÑOS DE MI HIJA.por Peter the king.